Si tengo que pensar en una escena
de lectura o de escritura a lo largo de mi biografía, en verdad es algo que se
me dificulta demasiado porque no guardo en mi memoria –al menos de manera muy
especial– UNA escena, individual, autónoma. Sí, en cambio, recuerdo una
sucesión de escenas, que involucran a una docente de nivel secundario.
María Elena, mi profesora de
lengua y literatura en cuarto año del secundario, dejó una huella profunda en
mi biografía como lector, fundamentalmente. Me acuerdo que cuando llegó, a
nuestra primera clase, tuve la impresión –muy grata, por cierto– de que su
trato con nosotros era sensiblemente diferente al que habían tenido otros
docentes hasta entonces. En primer lugar, nos trató como lo que éramos: jóvenes
pensantes, no idiotas apáticos, así que nos hablaba con un lenguaje adecuado
para nuestra edad y nuestro estadio cognitivo; no nos trataba como niños y eso
se manifestaba en las palabras que seleccionaba –siempre muy técnicas y poco
usuales para nosotros, sin apelar a los diminutivos ni a los vocativos artificiosos–.
Eso se manifestaba también en los contenidos que empezó a desarrollar en esa
clase: nos habló de Saussure, de Barthes, de Eco…, autores que, pese a que nos
encontrábamos en el período terminal de nuestros estudios de nivel medio, no
habíamos trabajado en ningún momento. Sus clases fueron todo un desafío para
nuestro pensamiento y nuestra capacidad de comprensión (al menos esa fue mi
impresión, desde el principio).
En segundo lugar, había algo en
su tono de voz, en la cadencia de sus palabras que ganaba mi atención. Creo que
se manifestaba allí también el placer por lo que estaba haciendo. Había,
también, algo en su modo de situarse en el aula, algo que si bien escapa a la
descripción exacta, se intuye, se advierte cuando uno conoce a alguien a quien
le gusta lo que hace. En cierto sentido, ella “ponía el cuerpo” en la clase:
casi nunca se sentaba y todo el tiempo guiaba sus explicaciones utilizando el
pizarrón. En secundaria, hasta ese momento, mi experiencia –nuestra experiencia como la quinta
división de cuarto año– había sido la de profesores sentados permanentemente,
que sólo iban a conversar sobre cuestiones no atinentes a su materia, que no
daban clase, que no usaban el pizarrón, que nos hacían perder tiempo, que nos
trataban como niños desmañados.
María Elena nos proponía, muy por
el contrario, verdaderos desafíos para procesar información y obras literarias.
De hecho, algunos de los textos literarios que me marcaron en ese entonces,
porque me atravesaron internamente, porque tocaron hilos muy especiales de mi
interioridad y me hicieron repensarme y repensar el mundo que me rodeaba,
fueron propuestos por ella: Siddhartha
y El lobo estepario de Hesse, El extranjero de Camus, Bartleby, el escribiente de Melville,
están en la lista. No fueron esas obras insípidas, lacrimógenas e ingenuas que
otros profesores nos habían hecho leer, preconceptuando nuestras capacidades e
intereses. Además, ella solía recomendar lecturas para profundizar en algunos
temas cuando veía que al alumno le interesaba alguna cuestión particular.
Siempre tenía un título a mano.
Por esos motivos, la imagen de
María Elena y sus clases siempre vuelven a mí para recordarme qué tipo de
profesor no quiero ser con los estudiantes que confían en que la escuela puede
darles algo diferente de lo que ya conocen y viven siempre.
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